Pasada la mañana, después de las
cuatro de la tarde, cuando el sol, que entra por la ventana, haya dejado de iluminar
el cuaderno testigo de mis pasos. Mis ojos serán cerrados por una fuerza
inevitable, infinita, inefable y el cuerpo caerá como un pistilo. Me golpearé
la cabeza pero no me dolerá. El dolor es un privilegio que solo se reserva a
los que han logrado aguantar tanta suerte y tantas muertes. Yo no pude, no
podré desde el día que murió mi padre. Desde el día que tu desapareciste del
paradero. Desde que murió mi orgullo. Y desde que me enteré que esta humanidad
no tiene sentido de existir. Porque existir es no existir. Y cuando
suceda, de nada servirán tanto sudor y tantas lágrimas. Tengo una inevitable
conexión con el sufrimiento ajeno. La otra vez lloré inexorablemente por mi
gallo.
Pasada la mañana, después de las
cuatro de la tarde, cuando el sol ilumine ese cuaderno donde escribí tanto de ti,
de nosotros, de todos y de nadie, mi último pétalo volará libertario, se
desvanecerá en el tiempo, será aire, tierra, agua, fuego y espero que algún día
un átomo mío se llegue a posar en el tuyo porque seré feliz de volver a encontrarnos
después de tanto tiempo.